Feliz 2011

 

IMAGEN SACADA DE AQUÍ


Nunca es tarde para comenzar a escribir sobre una página en blanco.  
Que las experiencias que dejamos atrás, tanto buenas como malas, nos sirvan de lapicero.
Los mejores deseos para este año que comenzamos. 
 Besos, 
Anjana



PD. Y como propósito bloguero, me comprometo dejar un saludo a todos los blogs que sigo, ya que no siempre puedo dejar todos los comentarios que me gustaría por falta de tiempo.

I

Imagen sacada de aquí


La vi desde el coche. Los torreones cuadriculados asomando entre las copas de los árboles y ese color azul tan característico de la fachada aparecieron ante mis ojos por  vez primera desde hacía mucho tiempo. Los cristales de las ventanas, oscuros como la noche, contrastaban con el blanco intenso de los marcos y contraventanas, más intenso aún si cabe por la fachada en la que pegaba el sol. Habían pasado muchos años desde el día aquel en que siendo una niña, dejamos esa casa de manera repentina para marcharnos lejos, tan lejos que era inalcanzable al entendimiento de mi corta edad. Todo lo que había vivido allí, todo lo que representaba para mí. Todo quedó atrás. Lo único que vinieron conmigo fueron algunos trastos y recuerdos, una maleta vieja llena de ropa en la que, muy a mi pesar, no cabía todo aquello que de verdad necesitaba llevarme de allí, y una punzada de dolor en el estómago que tardó años en desaparecer.
Jamás volví a saber nada de mis amigos, de mis vecinos, de todo cuanto me rodeó en mis años de infancia, si bien apenas mantuvimos el contacto durante unos años con una tía de mi padre, la cual acabó falleciendo, y con ella casi todo lo que me unía a aquel pueblo, a aquella vida.

Los recuerdos se habían sucedido aquella mañana dentro del coche durante el largo trayecto, más sabiendo hacia dónde me dirigía, y por qué razones. El mar estaba en calma, como un plato, el sol relucía sobre la superficie mientras unas gaviotas revoloteaban cerca de los acantilados y a lo lejos se vislumbraba un velero. El olor a salitre se colaba por la ventanilla de mi acompañante, quien al mando del volante, supuse que se hallaba inmerso en sus propias cavilaciones. Hacía ya al menos un par de horas que se había quedado callado, al ver que mi mente y mi atención estaban muy lejos de aquel coche. Sea como fuere, agradecí enormemente poder sumergirme en mis recuerdos, ahora sí, más intensos a medida que nos íbamos acercando, y en el paisaje que se abría ante mis ojos. Al otro lado, opuesto a la costa, los grandes prados de color verde por los que tantas veces había correteado se expandían en todas direcciones, montes, valles, robles, ríos... vida. Ante mí estaba todo aquello tan distinto de la ciudad, todo aquello de lo que hablan esas canciones de folk que escucho de vez en cuando, cuando renace en mi la necesidad de volver a sentir ese algo que todos cuantos me rodean en mi día a día no sabrían entender.
El cartel nos indicó que ya nos encontrábamos muy cerca. A un lado de la carretera, las últimas vacas de la temporada pastaban tranquilamente ajenas a nuestra llegada, mientras un hombre entrado en años y poco abrigado arreglaba un estacado de madera con unas tenazas y algo de alambre. Más de cerca, las chimeneas humeantes de los tejados trazaban en el cielo gris el mensaje de que el otoño y los días fríos ya habían llamado a las puertas.

No sabría decir exactamente en qué había cambiado todo aquello, porque mientras más nos adentrábamos en el pueblo, más me parecía que estaba todo tal cual lo recordaba. La panadería, el viejo lavadero, la cuadra de Elías donde jugué tantas veces con mis amigos entre la hierba, la iglesia, la plazoleta con la fuente, la bolera, ahora semi abandonada, la escuela y el pequeño parque rodeado de árboles donde unos viejos columpios añoraban tiempos mejores. Muchas casas habían sido reformadas, aunque respetando el estilo típico de la zona. Tal vez el color era distinto, pero surgió en mi una sensación de alegría, una emoción  y esa sensación se hacía más presente a medida que subíamos por la calle principal.

De repente, surgió de entre los árboles, grande, señorial, distante, como esas damas de alta alcurnia de principios del siglo XX que se saben admiradas por cuantos caballeros pasan a su alrededor.

To be continued...

Marianela


El reloj acaba de marcar las doce de una medianoche tranquila y apacible. El asfalto, mojado por el reciente aguacero, brilla bajo la tenue luz de las farolas. A lo lejos sólo se oye el ladrido incesante de algún que otro perro, el lamento de un borracho por no saber, tal vez, ni quién es él mismo, y unas voces inteligibles, envueltas en una especie de discusión que acaban ahogadas en la oscuridad.
De repente, el eco de unos tacones acercándose resuenan en el estrecho callejón. Sus pisadas son firmes, decididas, marcando ritmo. Sólo ella sabe caminar de esa manera tan peculiar. Sólo ella sabe ser ella misma.
Escondido tras un resquicio en la fachada del edificio, mientras apago mi cigarro, la veo pasar como cada viernes, hacia el mismo lugar de siempre. Esta noche, incluso, más bella que nunca.
Lleva puesta una gabardina ceñida a la cintura, bajo la que asoma una falda de vuelo por encima de las rodillas que hacen parecer a sus infinitas piernas aún más largas. Su pelo castaño, ondulado, recae sobre los hombros, sus labios van pintados de un intenso carmín rojo y el frío hace que su aliento se dibuje en la oscuridad con cada exhalación de aire. Algo me dice que esa noche va a cambiar mi vida.

La zapatería de Inocencio, un viejo remendador de zapatos al que todo el mundo conoce, tiene la verja echada. Ella se para y se observa con prisa a sí misma en el cristal, como queriéndose reconocer en él. En el portal contiguo, el número 5 de la calle Linares, se encuentra el bar-cafetería de Miguelón, su destino, del que emana una vieja y conocida melodía. La veo desaparecer tras los traslúcidos cristales de la puerta de entrada, a los que me quedo mirando fijamente esperando que me inviten a pasar.

Una vez dentro, me embriaga el ambiente y noto cómo se me reseca la boca, y la garganta. La veo sentada al fondo, como un haz de luz en medio de la pompa de humo y derroche que flota en el aire. El bar lleva impreso en su nombre la etiqueta de lugar de ocio y diversión, de noches de piano y trompeta, de puros y cigarrillos, de juegos de cartas y de vasos de whisky con doble de hielo. Así es el lugar al que Marianela acude todos los viernes, con ese ambiente bohemio de principios de siglo que aún hoy día sigue manteniendo. Es ese local que muchas señoras de casa tacharían de "antro de mala muerte". Pero eso a Marianela nunca le ha importado.

De repente, siento cómo emerge de mi interior esa fuerza que les caracteriza a los valientes y que a mí siempre me ha faltado, y me aproximo a su mesa, adelantándome a cualquier oportunista que no le importe pagar unas pesetas por su adorable compañía.
Con una tímida y apresurada frase, queriendo parecer interesante pero no interesado, intento adentrarme en ese halo de misterio que la envuelve, pero ella no levanta la vista y sigue moviéndose al lento compás de la música. Cuando estoy dispuesto a  marcharme, su voz resuena a mis espaldas:
-Es la peor frase que me han soltado nunca. Deberías mejorarla o salir corriendo de aquí.
La veo sonreír. A partir de ahí, todo empieza a sucederse con facilidad, nuestras vidas y nuestros por qués comienzan a quedar al descubierto ante los ojos del otro. Entre trago y trago la confianza y la complicidad se van haciendo más patentes, creo que sin esas copas de más, nunca habría tenido lugar esa conversación. Me pregunto qué es lo que ha visto diferente en mi, o si se comporta de igual manera con los demás.
A medida que me va contando su historia, me voy dando cuenta del vacío que la invade por dentro, un cuerpo sin alma al que le han robado toda su identidad. Eso me hace desearla con más fuerza y parecer ante mis ojos más interesante de lo que nunca imaginé. Ya no es la mujer fuerte y segura de sí misma que ha aparentado siempre, sino un ser frágil y voluble, que vive a merced de un destino truncado en el pasado. Es como un mendigo que busca en la basura, ella, los restos de cariño que les sobran a los demás. Así consigue sobrevivir hasta la próxima vez.

Después de la última copa, acabamos en mi piso, a dos calles de allí. Comenzamos a besarnos como dos amantes en su primera vez. Veo que de su mirada sale un grito de socorro: no está pidiendo escapar, sino resucitar. Las ganas se vuelven pasión, nuestros cuerpos chocan al unísono, deseando fundirse en uno sólo. Noto cómo se va llenando de vida, a medida que la sangre deja de correr por mis venas. He dejado de ser yo, para que pueda ser ella.

Ahora, la cama vacía me dice que nunca más volveré a verla.

Hasta ese momento no había comprendido que aquello que siempre hemos estado esperando, puede desvanecerse en unas pocas horas, para no volver jamás. A partir de ahí, ya nada importa. Así, de ella aprendí, que peor que la soledad, es sentirse vacío por dentro, sin nada que te llene, sin nada que te conmueva, sin nada que esperar... Tan sólo sobrevivir.

El reloj acaba de marcar las doce de un mediodía oscuro, y eterno...

Bajo la lluvia

Empezó a caer una ligera morrina. El cielo gris ya hacía tiempo que lo había previsto, y la humedad en el aire casi se podía absorver.

Esa mañana me había levantado tarde y descubrí que no había nadie en casa. Estar sin nada que hacer me permite estirar las horas de sueño más de lo que debiera, sobretodo en estos días de otoño tan tristes. Me asomé a la ventana y ví cómo las gotas resbalaban lentamente por los cristales. Me puse mis botas de agua, cogí el paraguas y salí a la calle. Hacía tiempo que no caminaba bajo la lluvia, no de aquella manera, no en ese lugar. La distancia te enseña a echar de menos incluso todo aquello a lo que siempre echaste de más.

Las gotas me salpicaban la cara, el pelo, las manos, la ropa. No quise abrir el paraguas, para volver a sentir aquella sensación, ya lejana, de la lluvia calándome el alma. Así, pasé la mañana recorriendo bajo la incesante lluvia los lugares de mi vida por donde tantas y tantas veces pasé. Fue inevitable recordar cómo unos años atrás me marché y dejé todo aquello para empezar de cero, para buscar una nueva vida lejos de allí, lejos de una historia no olvidada que me había herido en lo más profundo, y me pregunté en qué medida había merecido la pena irme si nunca encontré lo que buscaba, me pregunté por qué había tardado tanto en volver y, sobretodo, qué era lo que quedaba de aquella chica que fui.

No se en qué momento, con las gotas de agua rodándome por la cara, con el verde intenso de los prados rodeándome, con sus ojos, profundos y felices mirándome desde la puerta de casa, supe que esto es lo que siempre había buscado, que aquél, había sido siempre mi lugar.


La ninfa de los bosques

Salió al alba. Se peinó su larga cabellera dorada, la recogió en una preciosa trenza y ciñó sobre su cabeza una hermosa corona de flores silvestres. Su piel era blanca y su voz dulce, tan dulce como el sonido del agua que discurre por el manantial donde vive. Vestía una fina y larga túnica de seda blanca, sobre la que colocó una capa de color azul con pespuntes rojos y dorados. En poco tiempo, debía guardar esa capa y cambiarla por una negra, pues los días cálidos empezaban a quedar atrás dando paso al frío invierno, que estaba a la vuelta de la esquina. Sacudió sus alas, prácticamente imperceptibles y casi transparentes. En su mano, no faltaba su vara de espino, la cual brillaba con una luz diferente cada día de la semana.
Sus pies descalzos empezaron a recorrer, como cada mañana, las sendas del bosque que guardaba. Sus misiones, ayudar a los animales heridos, a los árboles partidos por las tormentas o los ojáncanos, a los enamorados, a aquellos que se extravían en la frondosidad del bosque, a los pobres y a los que sufren.

Dice la tradición que durante el equinoccio de primavera, en la media noche, las anjanas se reúnen en las brañas y danzan hasta el amanecer cogidas de la mano, esparcen rosas, y quien logre encontrar una de estas que tienen pétalos púrpuras, verdes, áureos o azules, será feliz hasta la hora de su muerte.