El reloj acaba de marcar las doce de una medianoche tranquila y apacible. El asfalto, mojado por el reciente aguacero, brilla bajo la tenue luz de las farolas. A lo lejos sólo se oye el ladrido incesante de algún que otro perro, el lamento de un borracho por no saber, tal vez, ni quién es él mismo, y unas voces inteligibles, envueltas en una especie de discusión que acaban ahogadas en la oscuridad.
De repente, el eco de unos tacones acercándose resuenan en el estrecho callejón. Sus pisadas son firmes, decididas, marcando ritmo. Sólo ella sabe caminar de esa manera tan peculiar. Sólo ella sabe ser ella misma.
Escondido tras un resquicio en la fachada del edificio, mientras apago mi cigarro, la veo pasar como cada viernes, hacia el mismo lugar de siempre. Esta noche, incluso, más bella que nunca.
Lleva puesta una gabardina ceñida a la cintura, bajo la que asoma una falda de vuelo por encima de las rodillas que hacen parecer a sus infinitas piernas aún más largas. Su pelo castaño, ondulado, recae sobre los hombros, sus labios van pintados de un intenso carmín rojo y el frío hace que su aliento se dibuje en la oscuridad con cada exhalación de aire. Algo me dice que esa noche va a cambiar mi vida.
La zapatería de Inocencio, un viejo remendador de zapatos al que todo el mundo conoce, tiene la verja echada. Ella se para y se observa con prisa a sí misma en el cristal, como queriéndose reconocer en él. En el portal contiguo, el número 5 de la calle Linares, se encuentra el bar-cafetería de Miguelón, su destino, del que emana una vieja y conocida melodía. La veo desaparecer tras los traslúcidos cristales de la puerta de entrada, a los que me quedo mirando fijamente esperando que me inviten a pasar.
Una vez dentro, me embriaga el ambiente y noto cómo se me reseca la boca, y la garganta. La veo sentada al fondo, como un haz de luz en medio de la pompa de humo y derroche que flota en el aire. El bar lleva impreso en su nombre la etiqueta de lugar de ocio y diversión, de noches de piano y trompeta, de puros y cigarrillos, de juegos de cartas y de vasos de whisky con doble de hielo. Así es el lugar al que Marianela acude todos los viernes, con ese ambiente bohemio de principios de siglo que aún hoy día sigue manteniendo. Es ese local que muchas señoras de casa tacharían de "antro de mala muerte". Pero eso a Marianela nunca le ha importado.
De repente, siento cómo emerge de mi interior esa fuerza que les caracteriza a los valientes y que a mí siempre me ha faltado, y me aproximo a su mesa, adelantándome a cualquier oportunista que no le importe pagar unas pesetas por su adorable compañía.
Con una tímida y apresurada frase, queriendo parecer interesante pero no interesado, intento adentrarme en ese halo de misterio que la envuelve, pero ella no levanta la vista y sigue moviéndose al lento compás de la música. Cuando estoy dispuesto a marcharme, su voz resuena a mis espaldas:
-Es la peor frase que me han soltado nunca. Deberías mejorarla o salir corriendo de aquí.
La veo sonreír. A partir de ahí, todo empieza a sucederse con facilidad, nuestras vidas y nuestros por qués comienzan a quedar al descubierto ante los ojos del otro. Entre trago y trago la confianza y la complicidad se van haciendo más patentes, creo que sin esas copas de más, nunca habría tenido lugar esa conversación. Me pregunto qué es lo que ha visto diferente en mi, o si se comporta de igual manera con los demás.
A medida que me va contando su historia, me voy dando cuenta del vacío que la invade por dentro, un cuerpo sin alma al que le han robado toda su identidad. Eso me hace desearla con más fuerza y parecer ante mis ojos más interesante de lo que nunca imaginé. Ya no es la mujer fuerte y segura de sí misma que ha aparentado siempre, sino un ser frágil y voluble, que vive a merced de un destino truncado en el pasado. Es como un mendigo que busca en la basura, ella, los restos de cariño que les sobran a los demás. Así consigue sobrevivir hasta la próxima vez.
Después de la última copa, acabamos en mi piso, a dos calles de allí. Comenzamos a besarnos como dos amantes en su primera vez. Veo que de su mirada sale un grito de socorro: no está pidiendo escapar, sino resucitar. Las ganas se vuelven pasión, nuestros cuerpos chocan al unísono, deseando fundirse en uno sólo. Noto cómo se va llenando de vida, a medida que la sangre deja de correr por mis venas. He dejado de ser yo, para que pueda ser ella.
Ahora, la cama vacía me dice que nunca más volveré a verla.
Hasta ese momento no había comprendido que aquello que siempre hemos estado esperando, puede desvanecerse en unas pocas horas, para no volver jamás. A partir de ahí, ya nada importa. Así, de ella aprendí, que peor que la soledad, es sentirse vacío por dentro, sin nada que te llene, sin nada que te conmueva, sin nada que esperar... Tan sólo sobrevivir.
El reloj acaba de marcar las doce de un mediodía oscuro, y eterno...